viernes, 1 de mayo de 2015

Patagonia: tierra de gigantes

Descubren el fósil de dinosaurios más imponente que habitó la tierra


Román García Mora
















Por: Federico Kukso


Ring, ring, ring! El ruido escala como quien trepa una montaña con descaro. Al rato, descansa y vuelve a embestir.

Ni bien se despereza el día, en aquel instante aún sin nombre en el que la luz repentinamente se extingue y se transforma en otra cosa, o durante los tramos más profundos de la noche, un estallido sonoro irrumpe en el silencio solemne que inunda cada rincón del Museo Paleontológico Egidio Feruglio (MEF). En cualquier momento y empujado por la irreverencia con la que emerge un antojo, un teléfono suena aquí, en la ciudad de Trelew, en el corazón de la Patagonia argentina, y con su insistencia altera la calma que reina en las salas y los pasillos de este mausoleo científico donde pasado y presente se funden en un tiempo nuevo.

Hasta el esqueleto del carnívoro Tyrannotitan chubutensis, que domina el salón central del edificio con sus dientes aún afilados, o las reconstrucciones de un Eoraptor, un Piatnitzkysaurus floresi y demás dinosaurios, erguidos con elegancia y orgullo, quieren saber de qué se trata. A qué se debe tanto alboroto extinguido abruptamente en cada ocasión por un hombre que, luego de atender con un movimiento automático, robótico, vuelca en un cuaderno unas palabras que solo él entiende y, con el mismo desparpajo con el que alzó el auricular, lo despega de su oreja y de pronto cuelga.

Los investigadores del lugar —aquellos que entran y salen de los laboratorios que anidan también en el museo, entre maquetas, carteles y la infaltable tienda de regalos— las conocen bien. Se refieren a ellas como “denuncias”. Llamadas furtivas que provienen de cada esquina de la región: de estancias y campos desparramados a lo largo y ancho del extremo más austral del continente americano, un territorio hostil de 787,800 kilómetros cuadrados que abarca las provincias de Neuquén, Río Negro, Chubut, Santa Cruz, Tierra del Fuego, la Antártida y las islas del Atlántico Sur.

Desde allí, toda clase de personas —niños, adultos, ancianos— levantan el teléfono, marcan el número del museo y cuentan lo que sus ojos ven: una astilla, un pedazo de hueso que sobresale con desdén de la tierra yerma, baldía, interminable y feroz que conforma el  desierto patagónico.

En 2011 un peón rural llamado Aurelio Hernández, que paseaba a caballo por la estancia La Flecha —ubicada a 260 kilómetros de Trelew y a más de 1,300 kilómetros de Buenos Aires—, vio que emergía del suelo algo extraño, algo que no debía estar allí pero aun así estaba, desafiante: un hueso solitario, con forma de caracú, distinto de los que dejan los animales que habitan la zona luego de despedirse de este mundo. De inmediato, se lo mostró a Óscar Mayo, uno de los dueños de la estancia conocido por tener un ojo entrenado en los asuntos paleontológicos y quien no tardó en alertar a los investigadores.

—Esta tierra tiene magia —repite como un mantra su hermana Alba desde hace décadas—. Aquí hay más fósiles que ovejas. No se equivoca. En el patio trasero de su casa dormía uno de los dinosaurios más grandes del mundo.

Un regalo de Navidad

Excepto por la península Valdés —un trozo de tierra con forma de riñón proclamado Patrimonio Natural de la Humanidad en 1999 y que de septiembre a enero se llena de españoles, italianos y ballenas en celo—, la provincia de Chubut no figura entre los principales destinos de la Patagonia. José Luis Carballido lo sabe y lo agradece. Al momento de planificar una nueva campaña científica al campo, este paleontólogo de 36 años no tiene que pensar cómo y dónde esquivar avalanchas de turistas cargados con un arsenal de cámaras fotográficas y la gula de querer retratar absolutamente todo. Cada verano (es decir, cada diciembre, en el hemisferio sur), este joven investigador del MEF simplemente pone sobre la mesa las opciones: examina cada denuncia con cuidado. Y decide.

Así ocurrió a fines de diciembre de 2012. Luego de estudiar cuatro opciones tentadoras, se inclinó por el enigmático dato proveniente de la estancia La Flecha.
—Vamos a ver de qué se trata —le dijo Carballido la mañana de un 24 de diciembre a su colega Pablo Puerta, jefe del Departamento Técnico del museo, quien, sin pensarlo dos veces, trepó a su camioneta y con su hijo de 10 años y un pequeño amigo emprendieron el viaje.

Tras un largo recorrido, los cuatro —bañados en sudor y adormecidos por el calor sofocante— arribaron al lugar. Empezaron a caminar en medio de esa inmensa nada, a rastrillar con la mirada —y con cinceles, cepillos y martillos— los detalles minúsculos, las inflexiones microscópicas, los gestos imperceptibles de la tierra. Hasta que la paciencia dio frutos. A las cinco de la tarde recibieron su primer regalo de Navidad: un pedacito de hueso asomaba en el suelo. Como si los estuviera esperando. No se imaginaron en ese momento que se trataba de la punta de un fémur de 2.40 metros de largo.

A los pocos minutos, otro hallazgo: un trozo de lo que parecía una vértebra, una que, saben bien los paleontólogos, solo poseían los miembros de una especie particular —y monumental— de dinosaurios. Entonces, en ese preciso instante, José Luis Carballido, invadido por la emoción, lo supo: ahí, debajo de sus pies, cubierto por un manto delgado de tierra y de silencio, yacía un titanosaurio.

Sin embargo, no había mucho más que hacer. Así que taparon todo con un nailon y prometieron volver para reencontrarse con los restos escondidos en las rocas de aquel dinosaurio cuadrúpedo de cuello largo, cabeza pequeña, ancha y alargada, uno de los animales terrestres más grandes que han existido. Había que esperar y tener paciencia. Durante los festejos de fin de año y los primeros días de 2013, este científico no dejó de pensar y soñar con los tesoros que allí habría. Era su revancha: durante una campaña realizada varios meses antes, a 40 kilómetros de aquel sitio, había encontrado —junto a un grupo de colegas— solamente dos huesos sucios, astillados, inservibles.

Pasado el mediodía del 8 de enero de 2013, José Luis Carballido estaba ahí de nuevo. En esta ocasión acompañado por una caballería científica formada por los paleontólogos Diego Pol, Leonardo Salgado, Ignacio Cerda, Alejandro Otero y Alberto Garrido, cada uno aprovisionado de cantimploras, picos, palas, martillos neumáticos, tiendas de dormir, protector solar, gorras y, por supuesto, papel higiénico. Y entonces, bajo unos ardientes 40 grados, se pusieron a excavar, a limpiar, y a reír. Cada vez que extraían rocas con las palas y descendían un centímetro en esa tierra estéril parecía como si dieran un paso más allá de un mundo ajeno al suyo.

La alegría flotaba en el aire como un perfume. Solo ellos sabían todo lo que encerraba lo que estaban haciendo. Nadie había visto lo que los ojos bien abiertos de estos paleontólogos veían.

En solo un día, dieron con el hueso de una cadera, tres vértebras de una cola y de la espalda y un fémur de unos 600 kilos. A la hora de medir, la cinta métrica les quedó chica: aquel hueso fosilizado que tenían frente a sus ojos era demasiado grande. No se trataba de un titanosaurio más, como el Argentinosaurus —descubierto en 1987 en la provincia de Neuquén—, como el Puertasaurus, hallado en Santa Cruz, o como el Andesaurus, descrito en 1991 por el prócer de la paleontología argentina: José Bonaparte. Era una bestia prehistórica distinta, el dinosaurio más grande que se había conocido hasta entonces. Y como tal fue recibido: con champán. Nadie recuerda quién llevó la botella ni de dónde apareció. Cuando estos paleontólogos —y amigos— se dieron cuenta de lo que habían encontrado, se abrazaron bajo el manto festivo de un brindis.

Las joyas de la tierra

Hasta el momento, los paleontólogos del MEF han realizado ocho agotadoras campañas en las que científicos, estudiantes y voluntarios se alternaron para, además de trabajar, cocinar guisos, asados, pizzas, ñoquis y pan casero con la ayuda de hornos portátiles, en un ambiente en el que durante el día el sol quema y durante la noche los vientos helados cruzan los campos a gran velocidad, sin compasión. En total, llegaron a ser unos 30 curiosos empeñados —en una lenta pero sostenida coreografía de movimientos— en extraer de las profundidades de la tierra y del olvido los restos de un animal de una belleza extraordinaria, condenado a no volver nunca a recorrer por sus propios medios la superficie.

Cuando pensaban que la sorpresa ya se extinguía, aparecían más fósiles. Y más, despojos indiferentes a todo lo que sucedía en el mundo, que se levantaba sobre ellos durante unos 90 millones de años. Cada vez que un trozo de roca dejaba al desnudo un resto de dinosaurio nuevo, la cara de los científicos se transformaba.

—Por ahora tenemos unos 200 fósiles de, al menos, siete bichos adultos que murieron en el lugar —revela Carballido quien, irónicamente, hace unos años viajó a Alemania a estudiar al saurópodo más pequeño conocido, el Europasaurus—. Los restos están prácticamente intactos, algo que no se ve con frecuencia. De hecho, los fósiles de titanosaurios son escasos y fragmentarios.

Según pudieron calcular los investigadores, estos descomunales animales, altos como un edificio de siete pisos, habrían alcanzado los 40 metros de largo desde la cabeza hasta la cola —tanto como dos camiones con acoplado, uno detrás de otro—, cinco centímetros más que el Argentinosaurus. Probablemente, llegaban a pesar unas 77 toneladas, algo así como 14 elefantes africanos juntos.

—Sus excrementos eran también monumentales —especula Carballido—. Un elefante pesa cinco toneladas y come 300 kilos de plantas por día. Es difícil, entonces, imaginar los desechos que dejaba un animal que también comía plantas incansablemente pero que pesaba 70,000 kilos. No quiero imaginar cómo copulaban. Evidentemente, se las ingeniaban porque de lo contrario nunca hubieran llegado a ser lo que fueron.

De sus montañas de excrementos y de su grandeza biológica nos separan no tanto las distancias sino el tiempo. Embajadores de una época remota, antiguos reyes de la Tierra, ciudadanos de un mundo joven y aún virgen de la plaga humana, habrían vivido durante el periodo Cretácico superior, cuando Sudamérica era una gran isla habitada por una fauna particular de dinosaurios, que evolucionaba de forma independiente a la del resto del mundo. En lo que hoy conocemos como la Patagonia imperaba un clima húmedo y una vegetación densa con frondosos bosques con árboles de unos 15 metros de alto de los que se alimentaban estos animales herbívoros.

Crecer para sobrevivir

Sus descomunales tallas no respondían a un capricho. Eran más bien consecuencia de una inteligente estrategia de supervivencia.

—Suponemos que cuanto más grandes eran estos animales para los depredadores resultaba energéticamente más costoso y riesgoso atacarlos —cuenta Carballido—. Lo que sabemos cuando uno mira un ecosistema actual es que a los animales más grandes, como los elefantes, cuando alcanzan un tamaño adulto no los mata nadie, se vuelven inmunes. A no ser que estén enfermos o casi muertos. Al ser más difíciles de depredar, los ejemplares enormes van dejando mayor descendencia.

A lo que sí no eran inmunes estos dinosaurios era, obviamente, a la muerte. Este linaje de gigantes fue incapaz de adaptarse a los abruptos cambios en el ambiente y se extinguió muchos millones de años antes de la llegada del famoso meteorito.

En el caso de los siete ejemplares de esta especie de dinosaurios, aún no bautizada científicamente, la muerte los sorprendió en el mismo lugar pero en distintos momentos. Eso se concluye al observar con atención el yacimiento: en él, hay un nivel inferior y otro superior, separado por un metro y medio. Lo que indica que los siete ejemplares no murieron justo en el mismo instante. Por alguna razón, en dos o tres momentos distintos del tiempo, quizá separados pocos años de diferencia, estos animales volvían al lugar y allí morían.

—Pensamos que durante los periodos de sequía concurrían en manada a pequeños charcos de agua a beber en una zona del valle con un río, y quizá algunos morían por deshidratación o porque pisaban el terreno fangoso y quedaban atrapados —cuenta el paleontólogo Alejandro Otero de la Universidad Nacional de La Plata y miembro del equipo—.  La acumulación de los cuerpos de estos animales pudo ser un festín para otros dinosaurios carroñeros de gran tamaño como el Tyrannotitan chubutensis, de los que también encontramos unos 60 dientes. Suponemos que se les rompían al morder la dura piel y carne de estos gigantes.

Los investigadores del MEF saben que en este sitio les queda mucho trabajo por delante, toda una caja de sorpresas: al menos tres años de trabajo de campo en los que esperan encontrar, con excavadoras y grúas hidráulicas, nuevos tesoros. En especial, una pieza que les falta: un cráneo. En unos seis o siete años tendrán los resultados finales con descripciones detalladas de la anatomía de esta curiosa especie. Para entonces, esperan haberle asignado un nombre.

—Aún no lo tenemos decidido —confiesa Carballido—. Queremos dedicárselo a los dueños del campo, la familia Mayo, que nos dieron aviso y nos dan la bienvenida todas las campañas. Y también hacer referencia a su magnificencia y a las características de la región.

Más que un cementerio de gigantes, todo un paraíso para los paleontólogos donde fueron encontrados los tres mayores dinosaurios del mundo y en el que, como no se cansa de señalar el paleontólogo Sebastián Apesteguía, confluyen tres factores que facilitan los hallazgos. Primero: el 70% del territorio argentino es un semidesierto, lo que hace que, al no haber cobertura vegetal, los fósiles sean muy fáciles de detectar en la superficie. Segundo: la ayuda de la cordillera de los Andes que con los años se levantó de tal modo que las rocas que estaban en las profundidades quedaron expuestas. Y tercero: 200 años de tradición de investigación paleontológica en vertebrados hecha por científicos locales.

Ni Lionel Messi ni el papa Francisco: los verdaderos embajadores de este rincón del mundo son los dinosaurios y el eco fosilizado de un mundo temporalmente distante. Una grandeza extinguida pero aún presente.

Si la Patagonia es un cofre y los dinosaurios son sus joyas, la nueva especie recientemente descubierta es su más majestuosa corona.


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