Descubren el fósil de dinosaurios más imponente que habitó la tierra
Román García Mora |
Por: Federico Kukso
Ring, ring, ring! El ruido escala como quien trepa una
montaña con descaro. Al rato, descansa y vuelve a embestir.
Ni bien se despereza el día, en aquel instante aún sin
nombre en el que la luz repentinamente se extingue y se transforma en otra
cosa, o durante los tramos más profundos de la noche, un estallido sonoro
irrumpe en el silencio solemne que inunda cada rincón del Museo Paleontológico
Egidio Feruglio (MEF). En cualquier momento y empujado por la irreverencia con
la que emerge un antojo, un teléfono suena aquí, en la ciudad de Trelew, en el
corazón de la Patagonia argentina, y con su insistencia altera la calma que
reina en las salas y los pasillos de este mausoleo científico donde pasado y
presente se funden en un tiempo nuevo.
Hasta el esqueleto del carnívoro Tyrannotitan
chubutensis, que domina el salón central del edificio con sus dientes aún
afilados, o las reconstrucciones de un Eoraptor, un Piatnitzkysaurus floresi y
demás dinosaurios, erguidos con elegancia y orgullo, quieren saber de qué se
trata. A qué se debe tanto alboroto extinguido abruptamente en cada ocasión por
un hombre que, luego de atender con un movimiento automático, robótico, vuelca
en un cuaderno unas palabras que solo él entiende y, con el mismo desparpajo
con el que alzó el auricular, lo despega de su oreja y de pronto cuelga.
Los investigadores del lugar —aquellos que entran y salen
de los laboratorios que anidan también en el museo, entre maquetas, carteles y
la infaltable tienda de regalos— las conocen bien. Se refieren a ellas como
“denuncias”. Llamadas furtivas que provienen de cada esquina de la región: de
estancias y campos desparramados a lo largo y ancho del extremo más austral del
continente americano, un territorio hostil de 787,800 kilómetros cuadrados que
abarca las provincias de Neuquén, Río Negro, Chubut, Santa Cruz, Tierra del
Fuego, la Antártida y las islas del Atlántico Sur.
Desde allí, toda clase de personas —niños, adultos,
ancianos— levantan el teléfono, marcan el número del museo y cuentan lo que sus
ojos ven: una astilla, un pedazo de hueso que sobresale con desdén de la tierra
yerma, baldía, interminable y feroz que conforma el desierto patagónico.
En 2011 un peón rural llamado Aurelio Hernández, que
paseaba a caballo por la estancia La Flecha —ubicada a 260 kilómetros de Trelew
y a más de 1,300 kilómetros de Buenos Aires—, vio que emergía del suelo algo
extraño, algo que no debía estar allí pero aun así estaba, desafiante: un hueso
solitario, con forma de caracú, distinto de los que dejan los animales que
habitan la zona luego de despedirse de este mundo. De inmediato, se lo mostró a
Óscar Mayo, uno de los dueños de la estancia conocido por tener un ojo
entrenado en los asuntos paleontológicos y quien no tardó en alertar a los
investigadores.
—Esta tierra tiene magia —repite como un mantra su
hermana Alba desde hace décadas—. Aquí hay más fósiles que ovejas. No se
equivoca. En el patio trasero de su casa dormía uno de los dinosaurios más
grandes del mundo.
Un regalo de Navidad
Excepto por la península Valdés —un trozo de tierra con
forma de riñón proclamado Patrimonio Natural de la Humanidad en 1999 y que de
septiembre a enero se llena de españoles, italianos y ballenas en celo—, la
provincia de Chubut no figura entre los principales destinos de la Patagonia.
José Luis Carballido lo sabe y lo agradece. Al momento de planificar una nueva
campaña científica al campo, este paleontólogo de 36 años no tiene que pensar
cómo y dónde esquivar avalanchas de turistas cargados con un arsenal de cámaras
fotográficas y la gula de querer retratar absolutamente todo. Cada verano (es
decir, cada diciembre, en el hemisferio sur), este joven investigador del MEF
simplemente pone sobre la mesa las opciones: examina cada denuncia con cuidado.
Y decide.
Así ocurrió a fines de diciembre de 2012. Luego de
estudiar cuatro opciones tentadoras, se inclinó por el enigmático dato
proveniente de la estancia La Flecha.
—Vamos a ver de qué se trata —le dijo Carballido la
mañana de un 24 de diciembre a su colega Pablo Puerta, jefe del Departamento
Técnico del museo, quien, sin pensarlo dos veces, trepó a su camioneta y con su
hijo de 10 años y un pequeño amigo emprendieron el viaje.
Tras un largo recorrido, los cuatro —bañados en sudor y
adormecidos por el calor sofocante— arribaron al lugar. Empezaron a caminar en
medio de esa inmensa nada, a rastrillar con la mirada —y con cinceles, cepillos
y martillos— los detalles minúsculos, las inflexiones microscópicas, los gestos
imperceptibles de la tierra. Hasta que la paciencia dio frutos. A las cinco de
la tarde recibieron su primer regalo de Navidad: un pedacito de hueso asomaba
en el suelo. Como si los estuviera esperando. No se imaginaron en ese momento
que se trataba de la punta de un fémur de 2.40 metros de largo.
A los pocos minutos, otro hallazgo: un trozo de lo que
parecía una vértebra, una que, saben bien los paleontólogos, solo poseían los
miembros de una especie particular —y monumental— de dinosaurios. Entonces, en
ese preciso instante, José Luis Carballido, invadido por la emoción, lo supo:
ahí, debajo de sus pies, cubierto por un manto delgado de tierra y de silencio,
yacía un titanosaurio.
Sin embargo, no había mucho más que hacer. Así que
taparon todo con un nailon y prometieron volver para reencontrarse con los
restos escondidos en las rocas de aquel dinosaurio cuadrúpedo de cuello largo,
cabeza pequeña, ancha y alargada, uno de los animales terrestres más grandes
que han existido. Había que esperar y tener paciencia. Durante los festejos de
fin de año y los primeros días de 2013, este científico no dejó de pensar y
soñar con los tesoros que allí habría. Era su revancha: durante una campaña
realizada varios meses antes, a 40 kilómetros de aquel sitio, había encontrado
—junto a un grupo de colegas— solamente dos huesos sucios, astillados,
inservibles.
Pasado el mediodía del 8 de enero de 2013, José Luis
Carballido estaba ahí de nuevo. En esta ocasión acompañado por una caballería
científica formada por los paleontólogos Diego Pol, Leonardo Salgado, Ignacio
Cerda, Alejandro Otero y Alberto Garrido, cada uno aprovisionado de
cantimploras, picos, palas, martillos neumáticos, tiendas de dormir, protector
solar, gorras y, por supuesto, papel higiénico. Y entonces, bajo unos ardientes
40 grados, se pusieron a excavar, a limpiar, y a reír. Cada vez que extraían
rocas con las palas y descendían un centímetro en esa tierra estéril parecía
como si dieran un paso más allá de un mundo ajeno al suyo.
La alegría flotaba en el aire como un perfume. Solo ellos
sabían todo lo que encerraba lo que estaban haciendo. Nadie había visto lo que
los ojos bien abiertos de estos paleontólogos veían.
En solo un día, dieron con el hueso de una cadera, tres
vértebras de una cola y de la espalda y un fémur de unos 600 kilos. A la hora
de medir, la cinta métrica les quedó chica: aquel hueso fosilizado que tenían
frente a sus ojos era demasiado grande. No se trataba de un titanosaurio más,
como el Argentinosaurus —descubierto en 1987 en la provincia de Neuquén—, como
el Puertasaurus, hallado en Santa Cruz, o como el Andesaurus, descrito en 1991
por el prócer de la paleontología argentina: José Bonaparte. Era una bestia
prehistórica distinta, el dinosaurio más grande que se había conocido hasta
entonces. Y como tal fue recibido: con champán. Nadie recuerda quién llevó la
botella ni de dónde apareció. Cuando estos paleontólogos —y amigos— se dieron
cuenta de lo que habían encontrado, se abrazaron bajo el manto festivo de un
brindis.
Las joyas de la tierra
Hasta el momento, los paleontólogos del MEF han realizado
ocho agotadoras campañas en las que científicos, estudiantes y voluntarios se
alternaron para, además de trabajar, cocinar guisos, asados, pizzas, ñoquis y
pan casero con la ayuda de hornos portátiles, en un ambiente en el que durante
el día el sol quema y durante la noche los vientos helados cruzan los campos a
gran velocidad, sin compasión. En total, llegaron a ser unos 30 curiosos
empeñados —en una lenta pero sostenida coreografía de movimientos— en extraer
de las profundidades de la tierra y del olvido los restos de un animal de una
belleza extraordinaria, condenado a no volver nunca a recorrer por sus propios
medios la superficie.
Cuando pensaban que la sorpresa ya se extinguía,
aparecían más fósiles. Y más, despojos indiferentes a todo lo que sucedía en el
mundo, que se levantaba sobre ellos durante unos 90 millones de años. Cada vez
que un trozo de roca dejaba al desnudo un resto de dinosaurio nuevo, la cara de
los científicos se transformaba.
—Por ahora tenemos unos 200 fósiles de, al menos, siete
bichos adultos que murieron en el lugar —revela Carballido quien, irónicamente,
hace unos años viajó a Alemania a estudiar al saurópodo más pequeño conocido,
el Europasaurus—. Los restos están prácticamente intactos, algo que no se ve
con frecuencia. De hecho, los fósiles de titanosaurios son escasos y
fragmentarios.
Según pudieron calcular los investigadores, estos
descomunales animales, altos como un edificio de siete pisos, habrían alcanzado
los 40 metros de largo desde la cabeza hasta la cola —tanto como dos camiones
con acoplado, uno detrás de otro—, cinco centímetros más que el
Argentinosaurus. Probablemente, llegaban a pesar unas 77 toneladas, algo así
como 14 elefantes africanos juntos.
—Sus excrementos eran también monumentales —especula
Carballido—. Un elefante pesa cinco toneladas y come 300 kilos de plantas por
día. Es difícil, entonces, imaginar los desechos que dejaba un animal que
también comía plantas incansablemente pero que pesaba 70,000 kilos. No quiero
imaginar cómo copulaban. Evidentemente, se las ingeniaban porque de lo
contrario nunca hubieran llegado a ser lo que fueron.
De sus montañas de excrementos y de su grandeza biológica
nos separan no tanto las distancias sino el tiempo. Embajadores de una época
remota, antiguos reyes de la Tierra, ciudadanos de un mundo joven y aún virgen
de la plaga humana, habrían vivido durante el periodo Cretácico superior,
cuando Sudamérica era una gran isla habitada por una fauna particular de
dinosaurios, que evolucionaba de forma independiente a la del resto del mundo.
En lo que hoy conocemos como la Patagonia imperaba un clima húmedo y una vegetación
densa con frondosos bosques con árboles de unos 15 metros de alto de los que se
alimentaban estos animales herbívoros.
Crecer para sobrevivir
Sus descomunales tallas no respondían a un capricho. Eran
más bien consecuencia de una inteligente estrategia de supervivencia.
—Suponemos que cuanto más grandes eran estos animales
para los depredadores resultaba energéticamente más costoso y riesgoso
atacarlos —cuenta Carballido—. Lo que sabemos cuando uno mira un ecosistema
actual es que a los animales más grandes, como los elefantes, cuando alcanzan
un tamaño adulto no los mata nadie, se vuelven inmunes. A no ser que estén
enfermos o casi muertos. Al ser más difíciles de depredar, los ejemplares
enormes van dejando mayor descendencia.
A lo que sí no eran inmunes estos dinosaurios era,
obviamente, a la muerte. Este linaje de gigantes fue incapaz de adaptarse a los
abruptos cambios en el ambiente y se extinguió muchos millones de años antes de
la llegada del famoso meteorito.
En el caso de los siete ejemplares de esta especie de
dinosaurios, aún no bautizada científicamente, la muerte los sorprendió en el
mismo lugar pero en distintos momentos. Eso se concluye al observar con
atención el yacimiento: en él, hay un nivel inferior y otro superior, separado
por un metro y medio. Lo que indica que los siete ejemplares no murieron justo
en el mismo instante. Por alguna razón, en dos o tres momentos distintos del
tiempo, quizá separados pocos años de diferencia, estos animales volvían al
lugar y allí morían.
—Pensamos que durante los periodos de sequía concurrían
en manada a pequeños charcos de agua a beber en una zona del valle con un río,
y quizá algunos morían por deshidratación o porque pisaban el terreno fangoso y
quedaban atrapados —cuenta el paleontólogo Alejandro Otero de la Universidad
Nacional de La Plata y miembro del equipo—.
La acumulación de los cuerpos de estos animales pudo ser un festín para
otros dinosaurios carroñeros de gran tamaño como el Tyrannotitan chubutensis,
de los que también encontramos unos 60 dientes. Suponemos que se les rompían al
morder la dura piel y carne de estos gigantes.
Los investigadores del MEF saben que en este sitio les
queda mucho trabajo por delante, toda una caja de sorpresas: al menos tres años
de trabajo de campo en los que esperan encontrar, con excavadoras y grúas
hidráulicas, nuevos tesoros. En especial, una pieza que les falta: un cráneo.
En unos seis o siete años tendrán los resultados finales con descripciones
detalladas de la anatomía de esta curiosa especie. Para entonces, esperan
haberle asignado un nombre.
—Aún no lo tenemos decidido —confiesa Carballido—.
Queremos dedicárselo a los dueños del campo, la familia Mayo, que nos dieron
aviso y nos dan la bienvenida todas las campañas. Y también hacer referencia a
su magnificencia y a las características de la región.
Más que un cementerio de gigantes, todo un paraíso para
los paleontólogos donde fueron encontrados los tres mayores dinosaurios del
mundo y en el que, como no se cansa de señalar el paleontólogo Sebastián
Apesteguía, confluyen tres factores que facilitan los hallazgos. Primero: el
70% del territorio argentino es un semidesierto, lo que hace que, al no haber
cobertura vegetal, los fósiles sean muy fáciles de detectar en la superficie.
Segundo: la ayuda de la cordillera de los Andes que con los años se levantó de
tal modo que las rocas que estaban en las profundidades quedaron expuestas. Y
tercero: 200 años de tradición de investigación paleontológica en vertebrados
hecha por científicos locales.
Ni Lionel Messi ni el papa Francisco: los verdaderos
embajadores de este rincón del mundo son los dinosaurios y el eco fosilizado de
un mundo temporalmente distante. Una grandeza extinguida pero aún presente.
Si la Patagonia es un cofre y los dinosaurios son sus
joyas, la nueva especie recientemente descubierta es su más majestuosa corona.
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