LOS CIENTÍFICOS que estudian los fósiles, los paleontólogos,
pueden tener como objeto de estudio algo tan atractivo como los dinosaurios o
los homínidos (mis favoritos), u otros
que quizás no levanten pasiones. Hay una valiente
investigadora que se ha atrevido a estudiar coprolitos, literalmente
«excrementos de piedra»: la Dra. Karen Chin (Universidad de Colorado).
Se la puede considerar como la mayor especialista en estos
fósiles tan sui géneris, que recientemente publicaba un estudio en el que
exponía que dinosaurios herbívoros completaban su dieta con insectos que vivían
en la madera podrida de los árboles. Un coprolito aporta mucha información
sobre la dieta del animal, el ambiente vegetal que le rodeaba, etc...
O su composición química, que sorprendentemente ayuda a retratar
a los dinosaurios como unos ecologistas esforzados en la mejora del ambiente.
Intentaré explicarme...
Cada vez hay más datos que aportan los científicos sobre un
cambio climático global en la Tierra. Aunque estos cambios se han repetido a lo
largo de la larga historia del planeta,
la peculiaridad de la situación actual es que se trata de
una modificación rápida y provocada por un ser vivo bien identificado: la
especie humana. Y es la consecuencia de nuestra capacidad de alterar el entorno
para adaptarlo a nuestras necesidades e intereses; es una actuación consciente,
aunque irresponsable. Pero también sabemos que otros seres vivos
modifican el medio para estar más cómodos en él, en este
caso de forma inconsciente, intuitiva o una simple conducta marcada en sus
genes.
La capacidad que tiene una especie para influir o modificar en
su provecho las condiciones del lugar en el que viven depende de varios
factores, y la intensidad de su alteración es diferente.
Un ejemplo relativamente modesto es el que ofrecen termitas
que edifican sus nidos en forma de «termiteros catedrales». Estas
construcciones pueden alcanzar una altura de 10 metros -a escala humana, sería
equivalente a un edificio de 1 km. de altura- y tener un volumen total de 1.000
m3: ¡como 30 camiones cisterna! Estos edificios son, además, un ejemplo asombroso
de termorregulación, pues permiten mantener en su interior una temperatura constante
a pesar de que en el exterior el termómetro registre variaciones de hasta 40 º
C entre el día y la noche.
Otro ejemplo, en este caso realmente espectacular, es la Gran
Barrera de Coral de Australia, una agrupación de más de 2.900 arrecifes
extendidos de forma casi continua a lo largo de 2.600 km. de longitud. La Gran
Barrera forma un relieve que crece desde el fondo marino y constituye la casa y
el refugio de una gran biodiversidad: hasta un 25% de toda la vida marina se
desarrolla en los arrecifes. También actúa como un muro frente a corrientes y
oleaje, protegiendo al lecho marino y las costas y favoreciendo el desarrollo
de la vida en su entorno. Los corales tienen un valor ecológico añadido, al producir
un enorme volumen de oxígeno, fundamental para mantener la vida en el planeta;
eso es posible porque albergan en su interior algas microscópicas que realizan
la fotosíntesis.
Corales y algas establecen una relación de simbiosis, intercambiando
«favores»: protección, nutrientes, gases respiratorios y vivienda.
Precisamente la aparición de la fotosíntesis fue uno de los
acontecimientos más importantes en la historia de la vida en la Tierra. El proceso
fotosintético cambió la composición de gases en la atmósfera, enriqueciéndola
en oxígeno molecular... ¡un auténtico veneno para los seres vivos entonces existentes,
hace 3.000 millones de años! A la larga fue un cambio muy positivo:
posteriormente la evolución «inventó» un proceso químico llamado respiración
celular en el que, consumiendo ese oxígeno y azúcares, las células obtenían una
gran cantidad de energía para sus funciones vitales. Para científicos como la
bióloga Lynn Margulis, ese extraordinario
evento, protagonizado por bacterias, es un ejemplo perfecto de
cómo la vida varía las condiciones del planeta para ajustarlas a sus
necesidades. Margulis y otros biólogos dieron un paso más allá en sus
argumentos, y propusieron la hipótesis Gaia, que defiende la hipótesis de que
nuestro planeta, con todo lo que contiene, funciona como un ser vivo único.
Margulis
fue una científica fascinante y brillante, tanto como su marido, el cosmólogo
Carl Sagan. Ella puso el acento en el papel de los microbios: podemos recordar
el papel de las algas de los arrecifes, o nombrar a las bacterias que viven en nuestro
intestino, que forman parte casi inseparable de nosotros mismos. Es más, según
la teoría endosimbiótica que desarrolló Margulis, tanto los cloroplastos que
realizan la fotosíntesis en las plantas como las mitocondrias que llevan a cabo
la respiración en la mayor parte de los seres vivos, fueron
originalmente bacterias. Esto significa que cuando usted haga ejercicio físico,
deberá pensar que eso es posible porque sus músculos producen energía gracias a sus mitocondrias,
antiguas bacterias que firmaron un tratado de colaboración con las células
tatarabuelas de las que estamos hechos. La pasión de esta bióloga por los microbios fue incondicional: llegó a
plantear que la verdadera función de los mamíferos -como usted y como yo- quizás
sea la de alojar en su interior varios kilos de bacterias. A pesar de todo lo dicho, no hay constancia de
que sus ideas hicieran que esta mujer perdiera amistades (humanas, se
entiende)....
Lo cierto es que hay seres vivos de mayor tamaño que los ubicuos
microbios y que también aportan su granito de arena para mejorar su medio.
Recientemente investigadores de la Universidad del Norte de Arizona afirmaban que los
dinosaurios incrementaron la fertilidad de distintas zonas del planeta. Para
ello cedían al suelo elementos imprescindibles para que éste fuera productivo,
entre ellos, el fósforo. ¿Cómo lo hacían?: con sus excrementos, ricos en este
elemento. Y no era solo porque produjeran grandes cantidades de estiércol, sino
fundamentalmente porque eran capaces de desplazarse a lo largo de grandes
distancias, recorriendo diferentes ecosistemas en los que dejaban su maloliente
regalo. Esto beneficiaría a los propios dinosaurios, sobre todo a los
herbívoros o vegetarianos, pues el incremento de la fertilidad del suelo hacía
posible que se mantuviera una vegetación abundante y necesaria para la
supervivencia de esos insaciables comedores. Es decir, estamos ante otra muestra
de cómo los seres vivos interaccionan con el planeta, al que modifican en su
propio beneficio.
A mí este último estudio me hace recordar algunas escenas de
la saga de películas ‘Parque Jurásico’, en la que los protagonistas humanos
encontraban montones de excrementos de dinosaurios en los que tenían que meter
las manos para buscar diversas cosas, como un teléfono móvil. No dejaba de ser
otro error de los guionistas: los dinosaurios no producían esas montañas de
caca (con perdón), aunque las heces de uno solo de ellos alcanzaran varios
kilogramos de peso. No sé si la próxima vez que me anime a ver esa película me
dé por pensar que, a su manera -un poco sucia, eso es cierto- los dinosaurios
también se apuntaron a una consigna que parece seguir la vida desde su
aparición en la Tierra: «piensa y actúa globalmente».
Debería servir de ejemplo a la especie humana, ¿no creen?
Fidel Torcida Fernández-Baldor es biólogo y Doctor en
paleontología
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