Tierra de fósiles. Un fémur de dinosaurio saurópodo
aflora al paso de los caminantes.
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Por Julián Varsavsky / Fotos de Julián Varsavsky
La Ruta 40 se desenrolla frente al auto como una gran lengua
de camaleón en plena estepa: divide la planicie desierta en dos mitades de
pastos ralos y arbustos de calafate, donde corretea una tropilla de guanacos.
Hemos partido desde El Chaltén hacia un paraje de extrema desolación con
centenares de troncos que hace 70 millones de años fueron de madera y hoy son
pura piedra.
A la hora de viaje nos detenemos a desayunar en el Parador
La Leona junto al río del mismo nombre. Aquí el legendario explorador Francisco
“Perito” Moreno fue atacado por un puma y de allí viene la deformación del
nombre. La solitaria construcción en medio de la nada fue levantada en 1916 con
sus actuales paredes de adobe y techo de chapa a dos aguas. Era un boliche de
campo y hotel utilizado por los trabajadores de las estancias, donde se dejaban
mensajes y encomiendas para quienes vivían aislados del otro lado del río.
EN EL CRETÁCICO Luego de un café con alfajores de maicena en
el ambiente de hace un siglo, seguimos viaje sin escalas para observar en la
superficie de la tierra los vestigios de la era Cretácica tardía, entre 65 y 90
millones de años atrás.
Un valle lunar para ver troncos y huesos fosilizados
en este
mundo detenido en el pasado.
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Por el camino de ripio que bordea al lago Viedma pasamos la
tranquera de la estancia ovejera Santa Teresita –90.000 hectáreas– y una mulita
cruza la ruta a toda velocidad. El paisaje se torna muy desierto pero cobra
cada vez más vida: a 100 metros un macho de ñandú camina esbelto al frente de
una decena de charitos siguiéndolo en fila.
Estacionamos en la parte alta de una meseta para descender a
pie hasta una gran depresión del terreno de 800 hectáreas, con algo de cráter
lunar. Vamos en busca del Bosque Petrificado La Leona, un enigmático yacimiento
fósil que no debe ser confundido con aquel otro más famoso en el noreste de
esta provincia, donde hay menos troncos pero más grandes, rodeados de un
paisaje no tan llamativo ni variado como este.
Descendemos al laberinto de arena y arcilla, una sinuosa
dimensión gris con cañadones cincelados por el viento y el curso de un río
milenario que ya no existe. El terreno es ondulado porque los glaciares
arrastraron sedimentos como grandes topadoras: durante las glaciaciones hubo
una capa de hielo con mil metros de altura cuya fuerza descomunal arrancaba
pedazos de montaña.
Caminamos por borroneados senderos donde crecen escasos
arbustos, tan duros que no se mueven con el viento: una adaptación para
sobrevivir. El guía señala en el suelo arcilloso huellas de puma, guanaco y
mulita.
Toda esta región fue un delta gigante con bosques de árboles
de hasta 100 metros de alto –parientes de las araucarias– donde vivían toda
clase de dinosaurios. En los últimos años se extrajeron aquí restos de varios
ejemplares, entre ellos el Puertasaurus, un titanosaurio del que se encontraron
cuatro vértebras, la más grande de ellas de 1,68 centímetro, exhibida en el
Museo Egidio Feruglio de Trelew.
Tras una lomada el guía nos sorprende señalando en el suelo
el fémur de un dinosaurio saurópodo que pesaba 16 toneladas y se decidió dejar
en el lugar: está fragmentado pero completo.
A la media hora de caminata comienzan a aparecer los troncos
y el primero genera conmoción en el grupo. Pero después son tantos que casi
dejan de ser novedad. Los más grandes alcanzan los 80 centímetros de diámetro y
a simple vista algunos parecen de madera. En total hay unos 60 fragmentos de
hasta metro y medio de largo. En algunos se reconoce un tronco completo
dividido en tres o cuatros partes. Los que llevan años en la superficie están
muy astillados ya que durante la noche el agua se acumula en sus grietas
congelándose, y al aumentar en volumen hacen explotar la superficie rocosa del
tronco. Los que brotaron de la tierra recientemente permanecen impecables,
manteniendo su rugosidad original. Se calcula que debe haber miles unos metros
bajo tierra.
Túnel de piedra en la aridez extrema de lo que alguna vez
fue un bosque lleno de vida.
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LA FOSILIZACIÓN Hace 65 millones de años, la placa de Nazca
llegó por debajo del Pacífico para chocar contra el continente americano,
elevando los Andes. La humedad que entra por el oeste a la Patagonia se topa
desde entonces con aquella gran barrera natural, descargando su lluvia al pie
de la cordillera donde brotan los bosques que aquí ya no existen.
El ambiente selvático que tuvo la actual meseta patagónica
comenzó entonces a cambiar hasta convertirse en desierto. La actividad
volcánica de los Andes selló casi toda aquella Patagonia rebosante de vida bajo
una mortaja de basalto, luego arrancada por el paso de los glaciares. El viento
y la lluvia removieron después la superficie hasta dejar a la vista los huesos
y troncos fosilizados, único vestigio de aquel tiempo. Pero antes ocurrió otro
proceso aún más sorprendente: los árboles caídos y la megafauna muerta entraron
en proceso de fosilización.
La condición para fosilizarse era que, al morir, los restos
fuesen cubiertos rápidamente por capas de sedimento –para no descomponerse–
resultado de un alud, un derrumbe o ceniza volcánica. Luego el agua de lluvia
permeaba la tierra arrastrando minerales que se filtraban en las células de
huesos y troncos. Con el tiempo los minerales se deshidrataron y cristalizaron,
comenzando un proceso de reemplazo molecular del material orgánico por otro
inorgánico. Por eso la forma original no cambió en nada. Pero el resultado es
en verdad una roca moldeada por el hueso o el tronco originales, de los que no
queda nada. Los troncos son de sílice casi puro, por eso su color arena, y los
huesos son más negruzcos porque tienen restos de carbono.
Avanzamos sin prisa hasta detenernos junto a una gran roca
para almorzar. El único signo de vida animal en las dos horas de caminata es un
escarabajo caminando sobre el suelo estriado.
En uno de los troncos veo una ínfima canaleta hecha por un
laborioso gusano que lo fue carcomiendo por dentro hace 70 millones de años,
acaso la única actividad que hizo en toda su vida. Pienso en la cantidad de
azares que debieron suceder para que dos hechos tan remotos como banales –mi
mirada sobre ese tronco y un gusanito comiendo– coincidieran en un punto. Más
adelante encuentro otra huella perfecta de cuando el hombre no existía: un
tronco agujereado por las termitas del Cretácico.
Es tan perfecta la fosilización de este bosque que hasta
puedo contar los anillos de crecimiento en algunos de estos troncos que, en
verdad, son el negativo de sí mismos y brotan como reliquias de un tiempo
inconcebible para los mortales: un rastro muy palpable pero sin vida de un
árbol condenado a la eternidad.
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