“Dinosaurio del Museo de Historia Natural
busca trabajo. Forzado a jubilarse a
la temprana edad de 150 millones de años”. Así se presenta el diplodocus de yeso más famoso del mundo en su perfil de Twitter,creado el
pasado 29 de enero, poco después de que el
museo londinense anunciara que Dippy,
como se le conoce popularmente, será expulsado del hall de entrada de
este edificio victoriano, visitado cada año por cinco millones de personas. La
aparatosa mudanza concluirá algún día de 2017. Y cuando despierten los
londinenses, con permiso de Monterroso,
el dinosaurio ya no estará allí.
Cederá a una
ballena azul el privilegiado lugar que ocupa desde hace 35 años. Un
suspiro en la vida de Dippy, pero un tiempo más que suficiente para que esta
réplica del esqueleto del mayor de los extintos reptiles que poblaron el mundo
en el jurásico, se haya convertido en un emblema de Londres y en la puerta de entrada a la paleontología para una
generación de escolares criados antes de las recreaciones digitales de Spielberg.
La decisión
de trasladar al esqueleto de vuelta a la sala de dinosaurios ha activado una
encendida campaña en Twitter y diversas recogidas de firmas para “salvar a Dippy”, entre ellas una de
change.org que lleva más de 30.000
adhesiones. Hasta el grupo de pop Right
Said Fred ha propuesto su canción de 1992 Deeply Dippy como banda sonora de la campaña. En una
“entrevista exclusiva” publicada en el diario Metro, el propio Dippy
aseguró sentirse “devastado”, y acusa a la ballena de llevar años
“provocándolo” y mofándose de él por no ser más que “una reliquia del pasado”.
Dippy llegó
a Londres, repartido en 36 grandes cajas, en
1905. Siete años antes, en Wyoming,
unos trabajadores del ferrocarril pensaron que habían golpeado una roca al
excavar. Se trataba, en realidad, del esqueleto fosilizado del “animal más
colosal que nunca haya pisado la Tierra”, como destacaron los titulares de la
época. El filántropo Andrew Carnegie
financió las excavaciones y trasladó el esqueleto a su museo de Pittsburg. América vibraba con la
fiebre del dinosaurio. Réplicas de aquel diplodocus carnegii, como se bautizó en honor a su
desenterrador, se vendieron a diferentes museos. Por muy especial que se crea Dippy,
tiene hasta nueve hermanos repartidos por todo el mundo.
Eduardo VII decidió hacerse con una réplica
para el museo que se había inaugurado veinte años antes en South Kensington. Dippy fue presentado en sociedad en mayo de 1905.
Pero hasta 1979 no se mudó al hall principal,
ocupado hasta esa fecha por los elefantes africanos.
Ahora llega
el turno de la gran ballena azul que, por no tener, no tiene ni nombre. Fue
adquirida en 1891 por 250 libras,
tras haber quedado varada en una playa de la costa irlandesa. Sus 25 metros de
largo se exhiben en la sala de mamíferos desde 1938. Pero pronto será la prima
donna, suspendida mediante cables del techo de la entrada.
La
explicación del museo es que la ballena transmite mejor la actividad científica
de la institución. Al fin y al cabo –lo sentimos, Dippy- sus huesos son reales
y no meras reproducciones en yeso. Pero a nadie se le escapa que detrás hay una
estrategia de marketing. Los museos, cada vez más, son grandes negocios, cuyos
departamentos científico y de relaciones públicas trabajan codo con codo. Desde
que el Gobierno laborista decidiera en 2001 hacerlos gratuitos, los grandes
museos de Londres han visto multiplicarse su número de visitantes y los seducen
con cada vez más mediáticos golpes de efecto.
En el que
ha sido su hogar durante 35 años, Dippy ha vivido acampadas nocturnas de
estudiantes y hasta ha asistido, en 2006, a un concierto de rock de The
Strokes. Pero la vida disoluta ya es, como él mismo, cosa del pasado.
El divo jubilado, no obstante, será despedido con una gira por todo el país. Un
baño de masas antes de quedar relegado, como un dinosaurio más, al triste coro
de los secundarios.
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