HÉCTOR PEÑA MANTEROLA
Cada vez que visito una ciudad nueva me dejo caer por todas
las librerías de segunda mano arramplando con libros que, en muchos casos,
tienen más historia que yo. Muchos títulos se repiten: obras de Crichton, de
King, de Koontz… Sin olvidar los clásicos. La edición varía, la narración
pervive. En todas ellas lo busqué con la idea de ahorrarme cinco cochinos
euros, y ni Burgos, ni Bilbao, ni Madrid pudieron satisfacerme. Será que ese
libro y yo estábamos predestinados.
Antes de seguir debo compartir cierta información: se trata
de una antología de relatos donde comparten autoría Arthur C. Clarke —2001: Una
odisea espacial; tiene el privilegio de aparecer en la cubierta—, Bob Bucley y
Steven Utley, entre otros. Los títulos de algunos escritos son tan sugerentes
como Un arma para un dinosaurio, Un dinosaurio en bicicleta o Época de
incubación. Dicho así parece una broma. ¿Qué lector en su sano juicio querría
leer eso cuando existe Parque Jurásico? Sobra responder: un servidor.
Y es que creo que todos —y todas, perdónenme simplificar—
encontramos de vez en cuando pequeñas cápsulas del tiempo que nos transportan a
un pasado. A veces dicho viaje puede llevarnos a época pretéritas, incluso no
vividas como el Mesozoico. Un libro, una película, una canción. Las redes
sociales, los medios televisivos e incluso los discursos políticos y
politizados se esfuerzan en recordarnos que, pese a nuestras diferencias, todos
somos iguales. Vaya: ovejitas afines a un partido u a otro, con tal o cual
corte de pelo, que escuchamos el Daily Mix 1 o el 2. La rueda gira. El tiempo
pasa. ¿Con qué soñarán los androides?
Sin embargo, a pesar de esos espejos donde nos mostramos
como individuos inimitables —llamo a colación de nuevo a las redes sociales—
que siguen patrones similares, en el momento en que una de esas cápsulas del
tiempo se esfuerza por aparecer en nuestra vida lo hace bajo un envoltorio
único que solo el elegido —o la elegida, segunda disculpa— puede reconocer. En
mi caso, fue ese libro. En el tuyo, no lo sé.
Lo que a estas alturas está claro es que por mucho que
intenté olvidarme de él, con la excusa de buscarlo más barato en cualquier otro
lugar, de alguna manera arcana me esperó. Nadie se fijó en él con el suficiente
interés en meses. El librero no lo retiró al almacén. ¿Cuántas manos
acariciaron su gramaje y leyeron el texto de la contracubierta? Da igual: me
correspondía a mí. Me había elegido.
No creo que me acueste sin haber leído el primer relato —Un
arma para un dinosaurio, promete— y, aunque no lo hiciera, el mismo poder
arcano que lo mantuvo a salvo hasta que me decidí a comprarlo ya ha hecho mella
en mí. Los dinosaurios ejercen una extraña atracción en la generación que
creció viendo Jurassic Park en la gran/pequeña pantalla. Hace muchos, muchos
años, yo fui el niño de los dinosaurios. Si me preguntáis que tiene eso de
especial, diré que no lo sé —y mentiría.
De mi más tierna infancia recuerdo varias cosas. La primera,
que mi abuela siempre me daba para merendar pan con chocolate. La segunda, que
era un fanático de los dinosaurios. Conocía todas las especies descubiertas y
corregía a las guías de Dinópolis. Era, con mayúsculas, un CRYR —Criajo
Resabido Y Repelente—. Ya fuera por gracia del trío de reyes de oriente o del
señor de traje rojo y barba blanca —que guardaba un siniestro parecido con los
reyezuelos— disfruté de un safari de juguete donde los valientes héroes se
veían asolados por reptiles jurásicos. Veía Caminando entre dinosaurios en modo
repetición. ¡El Valle Encantado! Trending Topic —como se dice ahora— en los
prehistóricos recreos de parvulario donde, demostrando lo ya dicho, me
esforzaba por recordar a mis compañeros que ninguna especie era La Piesito.
En fin. Buenos tiempos y buena vida. Me pregunto si de no
haber sido por este libro hubieran aflorado los recuerdos de la segunda
categoría. Un ser humano es, en esencia, todas las personas que ha sido y ahora
habitan en su interior. El niño, el joven, el hombre. Del futuro Dios sabrá, si
es que aún no nos ha dado la espalda.
Por eso mientras regresaba a casa y observaba mi tesoro con gesto cómplice no podía dejar de levantar la mirada hacia esas gentes de andares nerviosos y espontaneidad navideña cuyas vidas —la actual y las atesoradas— se escapaban por las callejuelas de Santander. Debajo de los pesados abrigos, de los filtros de Instagram, de las penas, de las dichas, de una u otra afiliación a caciques con altavoces… Debajo de todas esas máscaras aún viven los niños y niñas que fueron tiempo ha, para quienes los dinosaurios, los superhéroes, las princesas y los dragones siguen siendo la vía de escape a una realidad inmarcesible.
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