Hace poco más de un siglo, en 1893, el paleontólogo
franco-belga Louis Dollo presentó ante la Sociedad Belga de Geología,
Paleontología e Hidrología sus ideas sobre la evolución. Allí enunció por
primera vez la que se conoce desde entonces como ley de Dollo, un principio
empírico según el cual un organismo no puede volver a un estado anterior de su
línea evolutiva. En pocas palabras, Dollo veía la evolución como un proceso
irreversible. No quiere esto decir que un animal que ha evolucionado, por
ejemplo, desde un modo de vida terrestre a uno aéreo, como las aves, no pueda
volver a adaptarse a una vida completamente terrestre; hay infinidad de casos
de aves que han perdido la capacidad de volar, como el dodo, del que ya hemos
hablado aquí.
Lo que quiere decir la ley de Dollo es que en un proceso tan
complejo como es la evolución, siempre van a quedar rastros de las etapas
intermedias, como las alas atrofiadas del dodo en nuestro ejemplo. En palabras
del biólogo británico Richard Dawkins, la ley “es una declaración sobre la
improbabilidad estadística de seguir exactamente el mismo trayecto evolutivo
dos veces en cualquier dirección”. Si la evolución es la acumulación sucesiva
de infinidad de pequeños cambios, la probabilidad de revertir esos cambios en
orden inverso es infinitesimal.
Cuando se da una reversión evolutiva aparente, como la del
dodo, el camino evolutivo que lleva al resultado es completamente distinto del
camino original; por eso el dodo es un dodo, y no un dinosaurio, que es en lo
que se convertiría un ave voladora si recorriera su camino evolutivo a la
inversa.
Existen muchos casos similares al del dodo. Uno de los más
conocidos es el de los tetrápodos que han vuelto al mar, como los delfines, las
ballenas, las focas, las tortugas y, en tiempos pasados, los plesiosaurios y
los ictiosaurios. Ninguno de estos se ha convertido en un pez; conservan
caracteres que indican claramente su filiación mamífera o reptiliana. Lo que
nunca se había visto, hasta el año pasado, es que uno de esos reptiles
acuáticos se volviera a convertir en un animal terrestre.
Según las investigaciones más recientes, plesiosaurios e
ictiosaurios forman parte de un amplio grupo de reptiles acuáticos con un
antepasado común. En este grupo están también los talatosaurios, de cola larga
y aplanada como un remo, los saurosfárgidos acorazados y los placodontos, como
Henodus, del que hablamos aquí hace unos años. Pues bien, de todos estos
reptiles acuáticos, solo uno, que sepamos, volvió a tierra firme:
Eusaurosphargis.
En 2003, los paleontólogos Stefania Nosotti y Olivier
Rieppel describieron una nueva especie de reptil del Triásico Medio,
descubierto en los esquistos bituminosos de Besano, en el norte de Italia,
cerca de la frontera con Suiza. Los restos fósiles, un esqueleto parcial
desarticulado, corresponden a un único individuo que vivió hace unos 243 millones
de años. Esta nueva especie recibió el nombre de Eusaurosphargis dalsassoi. El
nombre específico, dalsassoi, rinde homenaje al paleontólogo Cristiano dal
Sasso, del Museo de Historia Natural de Milán. El nombre genérico procede del
griego eu, “bueno” o “verdadero”, y de Saurosphargis, otra especie con la que
esta guarda bastantes semejanzas. El nombre de Saurosphargis está compuesto por
sauros, “lagarto”, y sphargis, un viejo nombre para la tortuga laúd, ya que la
especie presenta ciertos rasgos que parecen intermedios entre las tortugas y
otros reptiles, aunque ahora sabemos que no se trata de un antepasado de las
tortugas.
En 2014 aparecieron más restos desarticulados de
Eusaurosphargis en los Países Bajos, pero no fue hasta 2017 que se encontró un
espécimen completo y casi completamente articulado en los Alpes Suizos, cerca
de Davos. Se trataba de un ejemplar joven, de menos de veinte centímetros de
largo, con el cuerpo alargado en forma de barril y la cola muy corta. Se
calcula que los adultos alcanzan medio metro de longitud. Gracias a este
descubrimiento tenemos una descripción bastante precisa de Eusaurosphargis: El
cráneo es corto y alto, con mandíbulas muy robustas; la mandíbula superior está
equipada con una doble hilera de dientes en forma de hoja, mientras que en la
inferior solo hay una fila de dientes. Desde los hombros hasta la base de la
cola, la piel está cubierta de osteodermos, placas de hueso de varios tipos: a
lo largo de los lados del cuerpo hay sendas filas de placas ovaladas parcialmente
superpuestas; en el lomo, a lo largo de la columna vertebral, placas cónicas de
base ancha más o menos triangular; a los lados de estas, desde los hombros
hasta la última vétebra dorsal, hay sendas filas de grandes placas cónicas de
ancha base ovoide; la pelvis está cubierta de placas rectangulares; y los
hombros y las patas delanteras de osteodermos triangulares parcialmente
superpuestos, que forman un borde serrado, con algunas placas redondeadas más
atrás.
El gran desarrollo y la robustez de las patas delanteras de
Eusaurosphargis, así como la forma de su cadera, indican que no es un animal
acuático, aunque su pariente más próximo, Helveticosaurus, sí lo es.
Helveticosaurus, descubierto en el yacimiento suizo del monte San Giorgio, muy
cerca de donde se encontraron los primeros fósiles de Eusaurosphargis, es un
reptil acuático de cuerpo alargado de unos dos metros de longitud, que vivía en
el mar poco profundo que cubría gran parte de Europa por la misma época, en el
Triásico Medio. Tiene una cola larga y flexible que le sirve de propulsor
mediante ondulaciones laterales, pero además las patas delanteras están
transformadas en fuertes aletas; esta combinación de caracteres, con un sistema
doble de propulsión, mediante ondulación y aleteo, es muy poco usual entre los
reptiles acuáticos. Los dientes afilados de Helveticosaurus sugieren que es un
depredador, aunque su cabeza, cuadrada y robusta, carece del hocico alargado
que presentan muchos mamíferos y reptiles acuáticos que se alimentan de peces:
delfines, cocodrilos, ictiosaurios… No sabemos cuáles eran las presas de
Helveticosaurus.
La evolución nunca se repite, pero tampoco descansa. Desde
que un pez ancestral salió del agua hace casi cuatrocientos millones de años,
varios de sus descendientes, tetrápodos terrestres, han vuelto al agua. Y de
los descendientes de estos, ahora sabemos que al menos uno, Eusaurosphargis,
volvió de nuevo a tierra firme.
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